Fue una brisa, nada más una brisa. Se dijo ella una y otra vez como invocando a la desgraciada casualidad que le arrebató sus papeles y el importante ensayo que debía entregar mañana a primera hora.
Fue una brisa, nada más una brisa. Se dijo él mientras oliscaba el fragante aroma de las rosas que entraba por la ventana con ese candor matutino que la primavera brindaba en sus alas de mariposa a los vientos cálidos.
Se fue a tomar una taza de café con leche para despertar y atender las faenas del día con completa alarma. Volvió a su ventana para ver pasar a las mujeres que por este tiempo ataviaban su cuerpo con falsedades que, sin embargo, le resultaban encantadoras. Tomó su café con sorbos parsimoniosos, vigilando la acera como el cuervo vela el grano.
Sus ojos, absortos en la gris imagen, apenas notaron el montón de hojas que entraron desordenadas a su hogar, e incluso cuando él finalmente las notó, no las juntó hasta que terminó su café. Apiló las páginas sin orden alguno, pues para él, esto era basura, así que sólo un destino podría esperarles, pero una de las hojas cayó, y fue así como vio el nombre: Ana.
Ana, para él era un nombre especial, le recordaba aquella canción que sus padres oían cada que sus besos y miradas inspiraban el amor que apenas el divorcio de un año atrás pudo terminar. Ana, sostenía en sus manos el ensayo de una Ana, un ensayo de apenas quince páginas que trataba de explicar
Romeo y Julieta, concluyendo que es imposible saber lo que Shakespeare quería decir porque ignoramos lo que sintió al escribirlo. Y aunque el ensayo posiblemente obtendría un ocho, o tan mal le iría que le darían un siete, no pudo negar que tal conclusión era imposible de calificar de tan maravillosa que resultaba.
En la portada del ensayo estaban todos los datos; escuela, salón, clase y profesor, de modo que decidió llevársela mañana a la primera hora, no importándole que él mismo debiera de faltar a la escuela.
Por el otro lado, Ana estaba desesperada, pues, confiada en que su escrito ya estaba impreso, lo borró de su computadora. En su mente no podía dejar de maldecir a la perversa brisa que le llenaba el corazón de angustia. Ahora debía darle explicaciones al profesor para convencerlo de entregar otro día. Pero, apenas al llegar a su clase, ve a una de sus amigas señalando el lugar en el que se encuentra mientras un joven habla con ella, él se le acerca y le dice que encontró su ensayo. Ella se lo agradece mientras recibe los papeles y se va para entregarlo. Así, la prisa destrozó lo que hizo la brisa.
Entonces él, un tanto derrotado, se va, sin notar que su mochila estaba abierta y una foto que tomó cuando tenía dieciséis cayó. Ana, una vez que entregó su escrito, ya más relajada, salió para agradecer al extraño que se molestó en ir hasta su escuela sólo para ayudarla, pero ya no lo encontró; lo que sí halló fue una foto de La Inmolación de Quetzalcoalt, uno de sus monumentos favoritos. La foto era maravillosa, pues unos niños jugueteaban en una fuente que, debido a la luz violácea del ocaso, parecía que estaban en oscuras nubes, al mismo tiempo que los ojos vigilantes de las serpientes dejaban pasar, cada una, un halo de luz, mientras sus presencias apenas eran sombras. La composición era casi imposible de lograr, pero ahí estaba. Al darle la vuelta notó la fecha "marzo de 2002, sábado", así que decidió, sin saber qué esperar, ir este fin de semana esperando verlo.
Muchos recuerdos le traía ese lugar. Una vez se enamoró muchísimo, él era comprensivo con ella, pero finalmente, de la nada, decidió que no debían estar juntos, pues su amor lo arrastraba a la monotonía, la cosa que él más odiaba.
Fue entonces que se deprimió enormidades, su esperanza se agotaba. Una vez, cierta amiga suya, quién sabe cómo, pero logró convencerla de salir, encontrando en el sonido de las aguas de la fuente el confort y la paz que necesitaba y la imagen vívida de las esculturas le otorgó el trueno potente de la sonrisa quieta. Desde ese día, ese lugar es de sus favoritos en el mundo.
Ya era sábado, y ella despertó tan temprano como pudo, sin saber la hora exacta a la que él iría (si iba), pero con una determinación austera decidió que esperaría todo el día de ser necesario.
Era medio día, ya llevaba cuatro horas esperando y un sol desapacible le dio dos o tres pecas a su blanca piel, cuando un flash golpeó sus ojos. Era él. Justo del lado contrario de la fuente estaba él tomando fotos.
Se acercó tímida, pasando sobre el cemento duro y gris que servía de piso, con pasos pequeños que evidenciaban su indecisión, al final, faltándose valor, se retiró, pero su propio nerviosismo la hizo tropezar y caer no muy lejos de él, quien rápidamente fue a ayudarla.
Ella levantó la cara y finalmente se reconocieron el uno al otro, sonriendo a la luz del sol, con sus frentes húmedas como presas.
-Vine a traerte tu foto -dijo ella.
-Yo vine a reponerla.
Y entonces, gracias a la inercia del momento, se besaron. Y de inmediato se hicieron a un lado, pues sus pechos ardían con un fuego que ni el sol en sus pieles podía igualar, pues el amor verdadero es de temer, ya que puede cambiar la vida de cualquiera. Ellos estaban cómodos con sus vidas, y un amor así se las arruinaría para siempre.
Cuatro años después, en una tarde lluviosa de abril (quién sabe por qué llovía ese día), una sombrilla voló, cayendo justo en el pie de él, ella, vestida con un elegante traje negro que dejaba exhibir sus piernas, corría resbalándose por la lluvia, al verla, él también corrió y cayó, mientras Ana lo levantaba y recibía de sus manos la sombrilla.
Esta vez sus labios se oprimieron entre sí sin siquiera pronunciar palabra, fue sólo hasta después que él dijo:
-Hace cinco años cometí el peor error de mi vida, no me dejes cometerlo otra vez.
-No lo haré, esta vez no erraremos.
Aún con la lluvia como testigo de su promesa, decidieron ir al departamento de él para escapar de las gotas, aunque los dos sabían verdaderamente por qué habían ido.
Sus cuerpos desnudos se encontraron en un frenesí erótico. Los muslos mojados de ella levantados por las manos salpicadas de él, y la espalda helada, enfrentada contra la pared de azulejo del baño, y los labios que viajaban de los labios al cuello y del cuello a los labios, y sus miembros, estremecían hasta al alma misma con sus constantes encuentros. Finalmente se fundieron en un orgasmo compartido, que los cambió de dos seres a uno sólo, que afianzó ese vínculo que el beso tan sólo comenzó.
Así, ahora, dos tumbas que yacen juntas aún se expresan gracias a sus obituarios.
"Fue una brisa, nada más que una brisa". "Sí, la mejor de todas".