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domingo, 18 de mayo de 2008

EN UN COMIENZO.

En el comienzo, Dios creó el universo. Observó a su alrededor y vio que era bueno. Después,  decidió que se veía muy triste y resolvió adornarlo con luces relucientes y decorados coloridos. A las luces les llamó estrellas y galaxias, a los decorados les nombró planetas. Con un semblante de arrogancia sonrió para sí mismo y se dijo que era bueno. Cada planeta poseía plastas amorfas. Les dio forma separando las aguas de la tierra. Las aguas y la tierra se notaban vacías y aburridas, al verlas Dios supo que faltaba algo y se animó a crear seres que habitaran este ahora estético mundo.
Fue así como se decidió crear a las plantas y los animales, cada uno con cualidades; la chita veloz, el oso fuerte, el lobo hábil.
Entre todos los animales había uno especial, era débil, lento y torpe. Dios estaba a punto de dejar a este pobre espécimen como era, pero sus hijos, los demás animales, le reclamaron a su creador por olvidar a su hermano y le exigieron una habilidad única para éste.
Dios se percató que ya había dado todas las habilidades, todas exepto una, una que desde siempre había sido destinada a ser exclusiva de Dios: La inteligencia.
Desde ese entonces, aquel animal, el hombre, cree estar al nivel de Dios por tener su habilidad exclusiva. Tal vez sí lo esté.