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jueves, 13 de enero de 2011

UNA MIRADA VIVA DE OJOS MUERTOS (PARTE 2).

Y así iba la mujer, caminando con una andadera oxidada, que rechinaba con la fuerza de todos los tornillos, soltando su estructura al piso, hermano alguna vez del metal. Llevaba su suéter, grueso, que apenas la calentaba aunque sólo fuera  mayo, pero para ella los días serían fríos, son fríos para los que viven en la pena.
Y los gatos maullaban a su paso, y los perros aspiraban su viento como aullidos de lobo, observando a la mujer con sus ojos, brillantes ojos, luces descollantes que se convertían en la única lámpara de la mujer. A esta mujer en pena. Esta ánima en pena, que pasa desapercibida a los ojos del humano, no importando lo lento y cuidadoso que fuera su paso.
Su rostro, rostro de mujer madura, que no vieja, tenía el aspecto macilento del muerto; sus arrugas, provistas en las formas de la angustia, eran demasiadas para su edad, incluso el bozo ya decoraba a la cara derrotada, chupada por el tiempo y con surcos en las mejillas.
El paso lento la dejó en el base de la montaña, una montaña que huele a tierra mojada, donde los grillos acusan canciones quietas, melancólicas que, a su vez, le decían que se alejara, pero la andadera seguía y seguía, marcando sus huellas de hule en los montones de polvo que la erosión se ha molestado en dejar.
No soporta el dolor, quiere llorar apenas da un paso, pero una esperanza loca la dirige, casi por inercia, a la cima, y la voz seguía hablando, azuzando, "debes seguir, tan poco que te falta que desperdiciarías todo flaqueando", y lo último que supo de esa voz fue "escucha".
Y oyó una música de tambores frenéticos, enloquecidos y furiosos. La fuente era una fogata llena de hombres y mujeres cantando, que, al verla, simplemente se dirigieron a ella, la abrazaron por turno y le dijeron: "te esperábamos, bienvenida seas".

lunes, 10 de enero de 2011

UNA MIRADA VIVA DE OJOS MUERTOS.

Tonto el que no entienda.
Érase una vez, hace no mucho y en un lugar no muy lejano, una madre que no podía ser mujer, y sin ser mujer su ser jamás estaría completo. Entrañas marchitas, amoratadas hasta el asco por enfermedad, aliciente perfecto para la huida de los hombres, presentes en las pesadillas de miedosos.
Culpa de Dios es que la madre jamás tuviera hijos. Bastarda, negada, desesperada mujer en busca de su esencia, pero la enfermedad le arrebató de tajo su matriz; con eso sus esperanzas. Las lágrimas de dolor, entonces, se tornaron en blasfemias rabiosas, de las que vuelven alegre al demonio y dan dinero a los curas.
¿Por qué una mujer tan amorosa ha de tener que sufrir la falta de un hijo? ¡Que los irresponsables los tengan, que al mundo se viene a sufrir!
En sus lamentos, recurrentes compañeros de su día a día, una voz llegaba a sus oídos..., no, no era a sus oídos, ni siquiera era su cerebro, pero escuchaba la voz, que le decía con insistencia "ve a la montaña, a la hora en que mi némesis murió".
Una y otra vez la oyó, hasta que le hizo caso y partió, pues mucho la había ignorado ya, y percibía en tal voz la esperanza.