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lunes, 20 de septiembre de 2010

LA HISTORIA DEL HOMBRE SIN ENCANTO (PARTE 3)

Me quedo en su casa, no parece que haya algún modo de salir de aquí de todos modos.
Permanezco en silencio, la mujer se masturba como si un fuego poderoso se posara en su clítoris y el batir audaz de su mano sosegara tal ardor. Voy a darle el gusto que aquel pendejo no le dio, pero desgraciadamente no soy sólido, no puedo cogérmela, así que solamente observó, absorto ante la devoción de una mujer caliente con su apetito sexual. Termina, como siempre en estos casos, en los dos sentidos de la palabra. Da un salto monstruoso al percatarse de mi presencia, apenas puede respirar, y a la humedad que acababa de recibir se une una segunda, me ve y me reconoce y, por raro que parezca, establece una conversación conmigo.
"Eres tú, ¿qué haces aquí?", pregunta, con esa cara de pendeja que se encuentra debajo de todo el maquillaje. Le explico que el tarado de su novio me está reteniendo por razones que se me escapan. Ella anuncia que tal vez mi afecto hacía él me retenga allí, pero yo al pendejo ya no le tenía ningún aprecio. Entonces dedujo que tal vez quería, yo a él, pedirle un último consejo.
Ay mija, pobrecita, estás bien pendeja, no cabe duda que son el uno para el otro, siempre lo han tenido en alta estima porque el idiota es un perico de voces cotidianas. Si quiero sus respuestas más sabias, basta con abrir un libro de Marx y tal vez uno de Smith, que son los únicos que se sabe porque hablan de la cosa que más ama en el mundo: dinero. Claro que a Marx lo lee misteriosamente incompleto.
Ella me dice que me equivoco, que es un hombre maravilloso que sólo piensa en su familia y amigos. Yo le digo que nada hay de admirable en amar a quien nos ama y mucho hay de despreciable en lastimar a quien ignora nuestra existencia. Ella, pendeja claro está, me dice que su amor nunca ha hecho daño a nadie, argumenta que si le quita sus casas a los pobres es sólo por su trabajo, y yo le digo que entonces sobra que le encante su trabajo, y vaya que le fascina.
Ella dice que no puede verlo de otra forma más que con amor, pues lo que ha querido le ha sido concedido y yo doy el golpe maestro diciendo que todo exceptuando el pito.
Así, quedamos horas en silencio, ella sólo preparándole la comida y yo tomando la única sabiduría que de él podría tomar, la de los libros, en eso llega él y finalmente me ve, un tanto inquietado, un tanto asustado.